miércoles, 3 de agosto de 2011

FILAMENTOS DEL TIEMPO
Hoy desperté con  el email de una mujer que en pocas líneas comentó maravillosamente el segundo de mis artículos.  Se llama Ana Dávila y en lo que me escribe, me habló de su América y también me recordó la mía.  Me habló de una América sin trenes, donde “la felicidad se pasea alto” entre “peatones del tercer mundo”, un lugar donde las sonrisas aún son ingenuas y las miradas no se esquivan. Ella mira volar esa felicidad “dibujada en el pico del tucán”.
Hoy me fui con Ana treinta años atrás, me zambullí entre sus líneas y me pasee entre aquellos recuerdos en sepia que por valiosos, no se guardan en la memoria sino que se inmortalizan en el alma.   Recordé con nostalgia, con la misma nostalgia con que se recuerda  a quienes partieron,   a  los grandes amores, los filamentos del tiempo con los que comenzamos a hilvanar la vida… momentos que se clavaron en la piel y cicatrizaron en los huesos. Recordé con anhelo, por lo poco que duró todo aquello;  grande pero  efímero como la vida misma.
No sé de qué parte de América me escribe Ana pero no ha de ser muy distinta ni estar muy lejos de la mía; un trocito de tierra  bañado por agua cristalina donde todo lo que  en ella crece tiene magia, colores vivos y aromas fuertes y se llama Costa Rica.
Entonces recordé mi niñez, la casa de mis padres; una propiedad grande colmada de árboles frutales de todo tipo desde donde tantas veces quedé atorado en lo alto de sus ramas, o desde donde lloré a lágrima viva porque contra las advertencias y  por el mero placer de hacer lo prohibido, me comía las guayabas sin lavarlas, con todo y semillas hasta que un buen día mi hermana mayor me dijo que me crecería un árbol dentro del estómago y  entonces sentí como la muerte me apoderaba de mis  días. Aquellos mismos árboles donde me colgaba como un mono y desde donde también  caí como un bulto desde las alturas  y sin la menor de las compasiones hasta las profundidades del suelo. Un río era  (es) la  colindancia con  la familia vecina y llegar hasta el era como entrar en otra dimensión; había cosas, rocas, peces, a veces una que otra tortuga o un cangrejo que dependiendo de la temporada salían andando y eran dignos de admirar y por qué no, hasta de presumir de los animales que encallaban en mi isla. Al otro lado,  “el chorrito” marcaba la colindancia con el otro vecino,  era un pequeño riachuelo que no sé por qué lo bauticé con ese nombre pero en donde invertí horas y horas de tiempo jugando a hacer objetos de arcilla, viendo las formas que dejaban las algas al ondularse entre la corriente, sacando piedras de colores curiosos o simplemente metiendo los pies para hacer lo  que no se me permitía.  A pesar de todas mis expediciones, nunca encontré su naciente.  Al frente, un cercado de arbustos de amapola roja dispuestos en tres largas hileras con tres inmensos pinos que hacían de columnas naturales en la entrada. No hacía falta murallas, ni rejas, ni mas cemento que las aceras que rodeaban la casa y servían de salida para el coche. La calle empedrada y polvorienta que tantas veces besé mientras aprendía a montar una bicicleta chopper heredada de primos ancestrales, no tardó mucho en ennegrecer con duro asfalto pero aún así, recuerdo cuanto disfruté de aquella larga temporada llamada niñez.
En  mi América y  en mi infancia no había niños creciendo en cautiverio, gestando sueños in vitro tras murallas protectoras, no había vida vertical ni hacía falta mayor cosa para ser feliz. Todos corríamos libres, sin miedo, la gente era humilde  pero trabajadora, los que tenían más ayudaban a quienes tenían menos y nadie tenía hambre y todos íbamos a la misma escuela, aprendíamos lo mismo y  las sonrisas entonces eran auténticas, la felicidad plena y las ilusiones flotaban en el mismo cielo líquido que atrapaba los sueños y las plegarias de la gente.
Poco a poco el mundo fue cambiando y los viejos autobuses destartalados dejaron de pasar cada media hora despertando una estela de polvareda. Se cambiaron por  microbuses cada diez minutos, coches y motos a altas velocidades, las madres recogieron a sus hijos y les dieron casa por cárcel como medida cautelar para su propia protección. Ningún niño  pudo experimentar jamás la adrenalina que suponía ir solo  a la escuela. Las sonrisas comenzaron a desdibujarse de los rostros como viejos lienzos y muchas cosas buenas se perdieron en  la acelerada mudanza entre el antaño y lo moderno.
Hoy la casa de mis padres parece una embajada de  los Estados Unidos, hay una muralla de concreto rodeando la casa por completo sin derecho a ver ni dejarse ver y ya no tenemos río porque para levantar la muralla, aislaron el río y hoy fluye desapercibido sin que nadie lo note, ni lo vea, ni lo escuche, como si fuera un animal moribundo que languidece en medio de dos propiedades sin que a nadie le importe si vive o muere. El “chorrito”, mi “chorrito”, ahora corre en silencio, subterráneo, a través de unas largas tuberías invisibles sobre las cuales se erige la otra gran muralla lateral. Tampoco nadie lo nota, tampoco nadie lo escucha ni tiene vida, ni habrá algas ni piedras llamativas porque ahora fluye por en medio de una larga bóveda de cemento para no estropear la estética de lo que ahora es una inmensa zona verde con un triste árbol que tiene más ganas de morir de viejo que seguir viviendo entre tanta soledad. Hoy recordé cuando entraba  en mi chopper, impulsado desde lo alto de la empedrada calle,  a velocidades pasmosas sin que me importara por cual de las entradas hacer mis arribos pero el recuerdo me hace corto circuito ahora que recuerdo que los portones son eléctricos, hay alarma, llaves y se requiere de mil artilugios para poder entrar.
Con los años vinieron muchas cosas y se fueron otras tantas, mi América cambió como inevitablemente tenía que hacerlo, mi Costa Rica también, para bien y para mal como también estaba escrito que sucedería en la historia del mundo. Todo  y todos fuimos cambiando: la gente, los sentimientos, el miedo, la felicidad, la compasión, la solidaridad, en fin, todo y creo que con tanta tecnología y tanta cosa hasta perdimos algo de esa curiosa característica de ser  humanos.
No soy una alma quieta y por ello no me imagino un mundo inmóvil, no quiero un mundo detenido en el tiempo porque me parecería egoísta de mi parte gozar de lo que otros ni siquiera se imaginan, aunque bien sabemos que no se puede anhelar lo que no se ha tenido me sigue pareciendo un pensamiento avaro. Hoy vivo en Barcelona y estoy enamorado de esta ciudad y,  aunque no se parezca en nada a mi tierra verde, la  idiosincrasia de su gente me trae recuerdos muy gratos de mi pueblo de antaño, el que llevo en el alma porque ya no existe. Aquí no quedan muchas calles empedradas ni hay tucanes, ni mucha flora que digamos y la gente vive en  nichos verticales que se elevan hasta el cielo pero hay algo, sobrevive una extraña calidez en el corazón de los españoles que no deja de sorprenderme pero luego tendré tiempo para contarles sobre mi pequeño pueblo con características de gran ciudad y el contraste con esta gran ciudad con remanentes de pueblo.

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