martes, 4 de diciembre de 2012



Talento para creer, memoria para recordar, ingenuidad para seguir viviendo
Mi amigo Josep es un buen chaval; tiene ojos de ratón, oscuros y pequeños como dos arándanos maduros pero tan astutos como intuitivos. Dos pequeños ojos que atrapan la malicia con la misma facilidad con que advierten la nobleza. Ojos que dan risa porque no esconden el sarcasmo con el que miran y se ríen de la vida, así tal cual, con serenidad y natural indiferencia. Terco como una mula,  Josep y sus pensamientos  se apelmazan en un gruñido cuando de llevarle la contraria se trata. Resulta muy gracioso verlo buscar argumentos que terminan siendo elucubraciones monologuistas y testarudas  que no ofrecen derecho a réplica. Cuando le pregunté por la navidad, Josep arrugó la cara y se adelantó a refunfuñar justificaciones para explicar la razón por la cual no creía que estas fechas tuvieran nada de especial como para tener que hacer algo en especial. Me dijo las mismas ideas rumeadas que más de uno piensa al respecto; que por qué hay que enviar mensajes si tenemos todo el año para hacerlo, que para qué regalos si el año entero es un regalo, que para qué tanto abrazo, que para qué tanto beso, que la navidad es un invento del consumismo y que al final, hará lo mínimo porque para él, estas fechas no tienen nada de especial.
Puede que en parte tenga razón Josep, puede que estas fechas no sean otra cosa que un invento como lo pueden ser casi todos los números rojos del calendario; días para ritualizar, ceremonias creadas para hacerlas festivas, días con nombre de santos que ni conocimos ni nos importan, fechas inmóviles que alguien intentó ponerle nombre propio para que tuvieran vida y parecieran solemnes. Sin embargo y más allá de las razones, los personajes e incluso la historia que pueda haber detrás de cada fecha especial sigo pensando que necesitamos creer para vivir, creer para seguir creyendo que se puede crecer sin envejecer, creer en aquello que no vemos, en la magia de lo intangible, en la ingenuidad de los niños, en la plenitud de los locos, creer en la fantasía de los cuentos en los que ya no creemos.
Por eso había tanta magia en el lienzo de la niñez; allí nada cuenta y poco importa, fuimos un Dalí sin firma, había color, música, olisqueábamos el mundo y todo parecía real mientras flotábamos despiertos en ese largo sueño de ilusiones surrealistas en el que contemplamos los días con ojos de ratón. Con inocencia y naturalidad iluminamos el tiempo con un halo de credulidad ciega que salía del alma y no hacía falta percatarse de estar creyendo ni entendíamos cuan inútil podía ser la razón. No había abandono porque vivir y ser feliz era un reflejo tan involuntario como respirar para reír a carcajada partida, saltar, correr uno detrás de otro hasta que se nos acabara el aire, luego rendirse y alguna que otra vez llorar a moco tendido, lágrimas públicas, lágrimas fáciles, baños de lágrimas sin vergüenzas ni pudores ninguno. ¡Bendito tiempo en el que simplemente se es niño! Tiempos para creer en brujas que volaban diestras en escobas viejas, sombras convertidas en fantasmas,  héroes que nunca nos cansamos de esperar. Más de uno habló solo y con cosas, imaginamos amigos, hablamos con árboles, esperamos reyes magos con el mismo convencimiento con que creímos en  “santas”, en el ratón Pérez , en “niños dioses”...aquellos fueron tiempos para creer y seguir creyendo, tiempos en que hicimos felicidad con trocitos de nada.
Los años pasaron, con ellos se fueron muchas cosas y vinieron otras tantas. El hechizo se rompió de golpe y quedamos expuestos a la realidad de otro tiempo. La razón destiñó los sentimientos, se fueron las ilusiones, llegaron las pasiones y la memoria comenzó a mudar con ideas distintas para empezar la vida.   La luz fue otra y el olor a mundo cambió para siempre.
No soy religioso (a pesar de haber sido educado en un colegio de religiosas) y podría decir que a estas alturas de la vida, soy “laico- teo-negociable”, que viene siendo como un crédulo de un Dios mío pero no tengo ni creo en una religión o una iglesia que me dicte una moral preestablecida por ninguna institución dedicada a la administración de la fe ajena. Simplemente creo, creo en algo que no puedo explicar, un Dios que no es tangible ni os lo puedo describir físicamente y hasta tengo unos cuantos ángeles y alguno que otro santo revoloteando en el cielo de mi alma. Con frecuencia se me olvidan pero algunas veces me inspiran cuando necesito conversar conmigo y con ellos y creo que me escuchan con asidua entereza. No se esconden, siempre están y nada de lo que les cuente les asusta. El dios de mi madre castiga y el de mi abuela era iracundo perdido pero el mío no, el mío es más moderno, me acompaña a todos los sitios y supongo que más de una vez se habrá quedado boquiabierto de las cosas que digo o hago pero no dice nada, Él me espera para llevarme de vuelta a casa sin preguntas ni reclamos, y ya luego en casa conversamos al respecto. Lo importante de todo este discurso de fe –creo-, no es pertenecer a una secta, a una religión más caprichosa o menos conservadora, tampoco importa el nombre del dios en que se crea, ni los santos asistentes que este tenga, lo importante es creer, creer que hay alguien o algo que está por encima del bien y del mal, tener una albacea de la esperanza, volver a creer que no estamos solos, pensar que existe una fuerza que si creemos y confiamos, nos pueda susurrar al oído aquella partitura olvidada con la que alguna vez hicimos  felicidad.

martes, 30 de octubre de 2012



EL ARTE DE CAER
Caer es síntoma de estar vivo. Caer y saberse levantar con dignidad, es el arte de dominar el suelo. Caer, levantarse e intentar reconstruirse para volver a subir, es el arte de dominar la vida. Cuanto más duro el golpe, más firme estará el suelo para volver a construir. Caer no marca el final de nada ni de nadie; solo es el principio de una nueva etapa, un suelo nuevo desde dónde comenzar y como casi todo, las caídas con  los años se convertirán en memorias y se las recordará con la resaca del dolor o con la pasión que el corazón aguante y hasta  habrá más de una que ya ni recordaremos pero lo cierto es que, en medida que pasa el tiempo, pasarán a ser la ilustración del cuento que contamos. En lo personal, puedo decir que se me ha visto caer de pie, con la precisión y elegancia de un acróbata, también de culo,  torpe y pesado como una vaca, despatarrado, pata arriba, pata abajo, con las dos patas metidas hasta el fondo y lo peor es que, a mis treinta, aún me faltan menudas piruetas por hacer en el aire y en el suelo. Hablo del circo de la vida (un espectáculo cruel), hablo de ese billete “one way” hacia el amor (sale carísima la vuelta cuando no funciona), hablo de saber ser lo humanamente susceptible para dictar sentencias razonablemente justas y tener la humildad necesaria para entender y aceptar  la culpa en la eterna querella de la vida; perdonar y pedir perdón. Perdonar nos prepara para un nivel emocional superior y la culpa aceptada, asumida, reflexionada y entendida, también. Algunos le  llaman derrota y contrario a lo que definen los diccionarios, no me parece que sea “un fracaso”, ni un “sometimiento”, ni un “vencimiento”, mucho menos una “pérdida”. En el ser humano, la derrota solo es una lesión al anhelo por algo, una dosis amarga de humildad para el ego,  un memorandum interno en el que la vida nos recuerda que “humano” y “efímero” son la misma cosa.