Talento para creer, memoria
para recordar, ingenuidad para seguir viviendo
Mi amigo Josep es un buen chaval;
tiene ojos de ratón, oscuros y pequeños como dos arándanos maduros pero tan
astutos como intuitivos. Dos pequeños ojos que atrapan la malicia con la misma
facilidad con que advierten la nobleza. Ojos que dan risa porque no esconden el
sarcasmo con el que miran y se ríen de la vida, así tal cual, con serenidad y
natural indiferencia. Terco como una mula,
Josep y sus pensamientos se
apelmazan en un gruñido cuando de llevarle la contraria se trata. Resulta muy
gracioso verlo buscar argumentos que terminan siendo elucubraciones monologuistas
y testarudas que no ofrecen derecho a
réplica. Cuando le pregunté por la navidad, Josep arrugó la cara y se adelantó
a refunfuñar justificaciones para explicar la razón por la cual no creía que
estas fechas tuvieran nada de especial como para tener que hacer algo en especial.
Me dijo las mismas ideas rumeadas que más de uno piensa al respecto; que por qué
hay que enviar mensajes si tenemos todo el año para hacerlo, que para qué
regalos si el año entero es un regalo, que para qué tanto abrazo, que para qué
tanto beso, que la navidad es un invento del consumismo y que al final, hará lo
mínimo porque para él, estas fechas no tienen nada de especial.
Puede que en parte tenga razón Josep,
puede que estas fechas no sean otra cosa que un invento como lo pueden ser casi
todos los números rojos del calendario; días para ritualizar, ceremonias
creadas para hacerlas festivas, días con nombre de santos que ni conocimos ni
nos importan, fechas inmóviles que alguien intentó ponerle nombre propio para
que tuvieran vida y parecieran solemnes. Sin embargo y más allá de las razones,
los personajes e incluso la historia que pueda haber detrás de cada fecha
especial sigo pensando que necesitamos creer para vivir, creer para seguir
creyendo que se puede crecer sin envejecer, creer en aquello que no vemos, en
la magia de lo intangible, en la ingenuidad de los niños, en la plenitud de los
locos, creer en la fantasía de los cuentos en los que ya no creemos.
Por eso había tanta magia en el
lienzo de la niñez; allí nada cuenta y poco importa, fuimos un Dalí sin firma,
había color, música, olisqueábamos el mundo y todo parecía real mientras flotábamos
despiertos en ese largo sueño de ilusiones surrealistas en el que contemplamos
los días con ojos de ratón. Con inocencia y naturalidad iluminamos el tiempo
con un halo de credulidad ciega que salía del alma y no hacía falta percatarse
de estar creyendo ni entendíamos cuan inútil podía ser la razón. No había abandono
porque vivir y ser feliz era un reflejo tan involuntario como respirar para
reír a carcajada partida, saltar, correr uno detrás de otro hasta que se nos
acabara el aire, luego rendirse y alguna que otra vez llorar a moco tendido, lágrimas
públicas, lágrimas fáciles, baños de lágrimas sin vergüenzas ni pudores ninguno.
¡Bendito tiempo en el que simplemente se es niño! Tiempos para creer en brujas
que volaban diestras en escobas viejas, sombras convertidas en fantasmas, héroes que nunca nos cansamos de esperar. Más
de uno habló solo y con cosas, imaginamos amigos, hablamos con árboles,
esperamos reyes magos con el mismo convencimiento con que creímos en “santas”, en el ratón Pérez , en “niños
dioses”...aquellos fueron tiempos para creer y seguir creyendo, tiempos en que
hicimos felicidad con trocitos de nada.
Los años pasaron, con ellos se
fueron muchas cosas y vinieron otras tantas. El hechizo se rompió de golpe y
quedamos expuestos a la realidad de otro tiempo. La razón destiñó los
sentimientos, se fueron las ilusiones, llegaron las pasiones y la memoria comenzó
a mudar con ideas distintas para empezar la vida. La luz fue
otra y el olor a mundo cambió para siempre.
No soy religioso (a pesar de
haber sido educado en un colegio de religiosas) y podría decir que a estas
alturas de la vida, soy “laico- teo-negociable”, que viene siendo como un crédulo
de un Dios mío pero no tengo ni creo en una religión o una iglesia que me dicte
una moral preestablecida por ninguna institución dedicada a la administración
de la fe ajena. Simplemente creo, creo en algo que no puedo explicar, un Dios
que no es tangible ni os lo puedo describir físicamente y hasta tengo unos
cuantos ángeles y alguno que otro santo revoloteando en el cielo de mi alma. Con
frecuencia se me olvidan pero algunas veces me inspiran cuando necesito
conversar conmigo y con ellos y creo que me escuchan con asidua entereza. No se
esconden, siempre están y nada de lo que les cuente les asusta. El dios de mi
madre castiga y el de mi abuela era iracundo perdido pero el mío no, el mío es
más moderno, me acompaña a todos los sitios y supongo que más de una vez se
habrá quedado boquiabierto de las cosas que digo o hago pero no dice nada, Él me
espera para llevarme de vuelta a casa sin preguntas ni reclamos, y ya luego en
casa conversamos al respecto. Lo importante de todo este discurso de fe –creo-,
no es pertenecer a una secta, a una religión más caprichosa o menos
conservadora, tampoco importa el nombre del dios en que se crea, ni los santos
asistentes que este tenga, lo importante es creer, creer que hay alguien o algo
que está por encima del bien y del mal, tener una albacea de la esperanza, volver a creer que no estamos solos, pensar
que existe una fuerza que si creemos y confiamos, nos pueda susurrar al oído
aquella partitura olvidada con la que alguna vez hicimos felicidad.